En el corazón de Huelva, donde los ríos fluyen como si sangraran hierro y el paisaje parece sacado de una novela de ciencia ficción, se encuentra la Cuenca Minera de Riotinto. Este rincón andaluz, modelado por milenios de geología y siglos de explotación humana, no se parece a nada conocido. Caminar por sus senderos es emprender un viaje no solo por un paisaje único, sino por las entrañas de la historia industrial y natural de Europa.
La ruta comienza en Sotiel Coronada, junto al río Odiel, cuyas aguas amarillas anuncian la rareza del terreno. Desde el puente de La Coronada, antiguos túneles ferroviarios conducen al visitante por un escenario oxidado y misterioso hasta la mina de Almagrera. Allí, el tiempo parece haberse detenido: estructuras metálicas devoradas por la vegetación emergen como esqueletos de un pasado que aún respira entre la maleza.

Uno de los puntos más sobrecogedores del recorrido es la mina de La Zarza, abandonada en 1991. Su corta inundada, con aguas rojas como vino derramado, deja sin aliento. El contraste entre el óxido y la piedra genera un espectáculo cromático que desconcierta: si alguien dijera que se trata de Marte, pocos lo dudarían. En este entorno, los selfies se transforman en postales de otro mundo.
El puente sobre el río Rivera Escalada añade una dosis de adrenalina. Estrecho y sin barandillas, obliga a cruzar a pie mientras abajo serpentea el agua ferruginosa. Más allá, esperan las Minas de San Miguel, un pueblo abandonado que guarda ecos de explosiones y jornadas laborales eternas.
Pero Riotinto no se entiende sin su historia. Aunque los romanos ya explotaban estos recursos, fue la Riotinto Company Limited, fundada por británicos en el siglo XIX, la que transformó el territorio. El legado inglés pervive en poblaciones como Mina Concepción o Bella Vista, con arquitectura victoriana y jardines que recuerdan a Cornualles. El tren minero, que antaño transportaba cobre y azufre, hoy recorre la zona como atracción turística.

La joya geológica de la cuenca es la Corta Atalaya. Con 335 metros de profundidad, esta antigua mina a cielo abierto impresiona incluso a científicos de la NASA, que estudian aquí bacterias extremófilas con la mirada puesta en la exploración de Marte. Y es que el río Tinto, con su acidez extrema y su gama de colores imposibles, se ha convertido en un laboratorio natural de astrobiología.
Tras la caminata, los sabores del Andévalo reconfortan cuerpo y alma. En tabernas escondidas entre encinas, se asan lentamente corderos, se sirven cachuelas y dulces conventuales, y en primavera, los gurumelos —unas setas autóctonas— se transforman en manjares sencillos pero intensos.

Hoy, Riotinto busca un nuevo equilibrio entre memoria y futuro. El Museo Minero, con réplicas de minas romanas, y el turismo científico y rural, ofrecen otra vida a esta tierra herida. Pero su esencia permanece en sus laderas rojizas, en el brezo andevalense que resiste sobre el metal, y en el silencio sepulcral que aún guarda el rumor del pico sobre la roca.
Riotinto no es un paisaje, es una experiencia. Un lugar que se clava en la retina y que invita a repensar la belleza desde lo áspero, lo mineral y lo profundamente humano.